Después de considerar los acontecimientos, he llegado a la conclusión de que no es que yo tenga sueños raros, sino que Freud está tratando de comunicarse conmigo.
Siempre me ha encantado Freud. Debió haber sido un hombre muy intenso para lanzar semejante bomba atómica como fue su teoría, en la sociedad austriaca de principios del siglo pasado. Yo pienso que el pobre no supo cuánto se proyectaba a sí mismo por medio de ella, a pesar de verse tan seriecito. Sin embargo, su aportación más fascinante para mí es el estudio de los sueños.
Desde que tengo uso de razón, he soñado frecuentemente con volar. Consultando a mi amigo Sigismundo, logré entender que esa es mi manera de escapar de todo lo que no me gustaba de mi vida. Un día, sin embargo, hace algunos años, la idea de que podía escapar estando despierta me cayó encima como la primera lluvia de Septiembre. Claro, no fue fácil: tuve que aprender a utilizar la palabra “No” y todas sus variaciones: “No sé”, “No quiero”, “No puedo” y “No me importa”, entre otras. Poco a poco, mis sueños fueron aterrizando hasta que me olvidé por completo del asunto.
El problema surgió una mañana, hace unas semanas, en que desperté muy agitada. Algo no estaba bien. Le ponía canela a mi licuado cuando lo recordé de pronto: mi sueño de volar había regresado. Sin embargo, existía una importante variación y ese era el motivo de mi intranquilidad: me había pasado la noche volando hacia arriba. En efecto, subí y subí, como diría Rubén Darío: hasta el cielo y más allá. Mi sueño se repitió varios días: a la velocidad de un cohete espacial, ascendía aterrada hasta el infinito y bajaba aún más aprisa. Al despertar, la sensación de haber dejado el estómago junto a las estrellas hacía que me temblaran las manos hasta medio día.
De acuerdo con la última moda, achaqué mis pesadillas al estrés y decidí despejarme. Me cité en cafés con amigas y devoré libros buenos y malos por igual. Pero mi luna de miel con las horas terminó el día que me encontré viendo la televisión nacional. Hasta Freud hubiera necesitado un buen terapeuta de haberme acompañado. A pesar de todo, mis noches cósmicas continuaban.
Bastante desalentada, me resigné a mi destino de cosmonauta sin saber que ésa era la clave que había estado buscando. Si, al dejar de cuestionarme el por qué y de concentrarme en el miedo, mis ojos se abrieron a la maravilla que es el universo. Yo me imagino que Avatar debe haber salido de un sueño parecido a los míos. Cada, noche, llegaba un poco más lejos y bajaba un poco más feliz.
Finalmente, una noche, llegué hasta un planeta pequeño y rojo. Ahí, fumando una pipa, me esperaba el mismísimo padre de la psicología, quien, después de mirar su reloj de oro, me dijo que me había tardado mucho en llegar. Asombrada, me senté a su lado, esperando escuchar palabras trascendentales, significativas, llenas de sabiduría. Al verme tan ansiosa y expectante, sin embargo, me miró fijamente a los ojos, luego hizo un bizco y comenzó a reír a carcajadas. Reía tanto que tosía y se golpeaba la pierna con fuerza. La confusión inició mi descenso, pero alcancé a ver que sacaba un pañuelo para secarse las lágrimas antes de seguir riendo.
Me desperté con la certeza de que Freud había querido decirme algo con todo esto. Aunque no he vuelto a verlo, seguiré disfrutando del mundo celeste hasta que lo haga. Esta vez, en lugar de perder el tiempo, me uniré a su risa.