Soy, como diría Jorge Negrete, puro mexicano. Pero, seré sincera. Nací en Monterrey, casi Texas, y de niña, prefería a Santa Clós porque los Reyes Magos se tardaban demasiado en llegar. Me da pena admitirlo, pero conocí los altares de muertos en un programa de televisión por cable. Por estos motivos, las tradiciones Mexicanas siguen sorprendiéndome; y lo disfruto.
Esa mañana de Diciembre, me decidí a visitar la Basílica de Guadalupe de mi ciudad. Se acercaba el 12 y quise disfrutar de las festividades. Entusiasmé a mis tres hijos y partimos.
La palabra fiesta no había sido la adecuada para describir la congestión peatonal que enfrentamos. Los trapos se daban gusto haciendo señales. Nos estacionamos bastante lejos y bajamos a un olor de canela y humo que yo recordaba, no sé por qué. Las calles eran pasillos estrechos porque, en ambas aceras, se habían acomodado puesteros ambulantes, amparados por una lideresa local.
Conforme nos acercábamos, aumentaban el gentío y el ruido. Mis hijos se detenían en cada puesto y señalaban cosas, asombrados. Había dulces de leche y charamuscas de todas las formas, acomodadas junto a crucifijos, estampitas y bolsas de papas fritas con chile y limón. Había caramelos colgando de un mecate encima de juguetes chinos que emitían sonidos electrónicos. ¡Mira, mamá! ¡Mamá, mira! No sé quién estaba más sorprendido. Caminamos junto a panes de muertos que cantaban albures y refranes, provocando carcajadas y tuvimos que esquivar la cubeta de agua que el tendero del “Restorán y Tortería el Piojo” arrojó a la calle, causando que mi hijo menor casi tumbara una olla de champurrado que humeaba furiosa.
Para cuando llegamos al patio de la iglesia, habíamos comido churros, tamales y unos tamarindos con chile que nos pintaron de rojo los dedos y la lengua. Todo acompañado con dos cocas heladas, hablando de tradiciones.
El olor a cera nos llegó de la pequeña capilla que está junto al templo. Las veladoras cubrían el suelo como una alfombra hirviente de luces de colores. Compramos una y la encendimos, acomodándola junto a todas las demás. Fue en ese momento, que nos sentimos parte de ese Todo. Nuestra luz se sumaba a las demás y nuestros deseos se fundían con los de todos los mexicanos, haciéndose uno. Todos lo sentimos y, sin notarlo, nos tomamos de las manos.
Salimos en silencio. Entonces, escuché que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi que directo hacia mi venía un monstruo. Gritaba algo, pero mi cerebro, horrorizado, no registraba las palabras. Era un hombre con todo el cuerpo cubierto de pelo y con cara de simio. Al acercarse, el gorila se quitó la máscara y pude ver la cara sudorosa de don Memo, un simpático señor que asiste a los cursos de alfabetización para adultos que imparto los jueves. Con mucho orgullo me contó que es parte del grupo de matlachines de su colonia y que venía de danzarle a “su Virgencita”. Todavía no averiguo por qué los matlachines llevan un chango en su peregrinar ¿Ustedes saben?